TRANSPERSONAL

Los límites de la escritura

Ante la página en blanco, casi siempre siento una cierta pereza. A veces, se transforma en una especie de vértigo que me hace posponerla día tras día. Soy persona de gestación lenta y de parto rápido. En este caso concreto, lo más difícil ha sido decidir el tema, entre los varios que afloran a la vez para salir a la superficie. Estas líneas son escritas un mes antes de que lleguen al lector. En estos momentos en que la flecha de la guerra ha sido colocada ya en el arco y el blanco ha sido inmovilizado, parece difícil escribir de otra cosa. Casi parece inmoral.
Sin embargo, la paz no se construye sólo oponiéndose a la guerra -que también-, sino afirmando la vida. Crear día a día, soñar horizontes posibles al margen del incesante lavado de cerebro político y comercial, afirmar una cotidianidad solidaria y multicolor frente a la griseidad que nos proponen también es una actitud militante y eficaz. Pero fuera de credos y partidos, de nacionalidades y banderas y, sobre todo con la actitud de no generar una nueva oposición, una nueva batalla, otra guerra particular más.
Cuando oigo las risas y los llantos de mis hijas, oigo las risas y los llantos de todos los niños del mundo, sean iraquíes o estadounidenses, palestinos o israelíes. Y esto es una vivencia que va más allá del sermón moral o del panfleto ideológico, pues todo sermón genera su doble que lo invalida y cualquier panfleto tiene su inmediata contrarréplica en otro panfleto que acumula datos, razones e insultos para anularlo.
Tal vez sea éste el primer límite de la escritura como parte del lenguaje. Que llega a poca gente y, generalmente, a los ya convencidos de antemano. A los que resuenan con las reflexiones y vivencias de quien escribe. Y censuro voluntariamente la palabra escritor, porque para la mayoría de la gente, escritor es quien escribe libros o quien vive de la escritura. Los demás son articulistas, ensayistas, periodistas, aficionados o intrusos. Pero cualquiera publica hoy un libro o varios, vacíos de contenido o copias resumidas de otro sin ser escritor. En todo caso "escribidor". Los hay que piensan para escribir y quienes escriben porque han pensado. En mi caso, reconozco que me ocurren las dos cosas, según las épocas y los momentos. Algunos temas, vivencias y sinapsis, brotan como manantiales y pugnan por ser formuladas. Necesito compartirlas. En otros casos, el compromiso de la periodicidad me fuerza a pensar, leer, relacionar y seleccionar. En cualquier caso, supone toda una digestión previa, cuyos resultados nunca son previsibles.
Paul Éluard dio con una fórmula que, para él, resumía las razones por las que escribía él y muchos poetas y novelistas de su generación: "el duro deseo de durar" ("perdurar" sería otra posible traducción). Todavía se están descifrando jeroglíficos egipcios esculpidos con gran esfuerzo en piedra hace siglos. Cientos de generaciones se han perdido lo que quisieron transmitir. En otras ocasiones, ya no tiene remedio. Bibliotecas enteras han sido consumidas por el fuego, llevándose por delante manuscritos irrecuperables. Me vienen a la memoria, entre otras, dos ciudades: en la Antigüedad, la gran Bibiloteca de Alejandría; hace unos años, la de Sarajevo.
Muchos escritos han sido rechazados una y otra vez antes de ser reconocidos por el gran público. Sin ir más lejos "Cien años de soledad", de Gabriel García Márquez, estuvo en manos de muchos editores de prestigio que, años después, se tiraban de los pelos, por no haber publicado la novela más famosa del premio Nobel. Otros, nunca han sido presentados para su publicación por modestia o por falta de fe en los criterios de selección de los editores.
Siguen llegándome de vez en cuando excelentes manuscritos inéditos, a pesar de haber dejado mis actividades editoriales hace ya tres décadas -excepto un breve paréntesis a principios de los 90-. Es literatura pura y de alta calidad. Selecciono dos ejemplos. Una serie de "haikus", las famosas composiciones japonesas de tres versos, escritos por alumnos españoles de 9 a 11 años. Como aficionado a escribir "haikus", ya quisiera haber escrito alguno de estos cuatro ejemplos: "Gorilas vagan/en la montaña./África negra"; "Playa tranquila,/ de pronto una ola,/ y vuelta a empezar"; "Bajo mi gorro/y desde mi bufanda,/contemplo el mundo"; "Marcha la vida, como el árbol que muere/ y nace la flor". Son niños y niñas que evocan con un mínimo de recursos -máximo de diecisiete sílabas-, un Continente, una experiencia profunda, una actitud ante el mundo, una comprensión de la vida.
Un amigo de infancia, JMTM me envía por correo electrónico, unas páginas de juventud, escritas en 1966. No se han marchitado con el tiempo, siguen frescas y vigentes, profundas en una sabiduría intemporal cercana a la filosofía: "En este peligroso juego de juntar palabras que nos digan sentimientos, está la perdición del humano, y el caer en poesía. Y la poesía sólo sirve para morir con ella, para llorar, para mover montañas que al poeta nada redundan...". "De la juventud sólo puedo decir que me viene al pelo; que me encuentro muy conforme con ella y que sólo temo que en el transcurso del tiempo pierda mi fe en ella y me deje llevar por esa corriente de neoescepticismo que es la 'madurez madura'. Ahora tengo dentro de mi cuerpo dos venenos: la poesía y la juventud". Y así como D. Quijote tuvo a Dulcinea y Dante a Beatriz, JMTM ha tenido como motor y pasión su amor por Granada, cuyas cuevas del Sacromonte "son más blancas que el blanco" y cuyas "fuentes gorgotean puras... como un sifón de sueño que arrastran la palabra paz". Por ello, para él, "el tiempo fuera de Granada es como un cuchillo que nos atraviesa el corazón poco a poco... [mientras] el caracol construye un rastro de cristal para mirar hacia atrás y convencerse de que se mueve".
La verdadera escritura tiene mucho que ver con desnudar paulatinamente el alma, y cualquiera que desnude su alma ante un lector que no conoce se vuelve poco a poco transparente. Pero este resultado exige un largo proceso de eliminar las censuras que impone la propia imagen. Requiere un deliberado propósito de autorrevelación que se va haciendo a medida que fluyen las palabras con libertad. La mayoría de las Memorias son más bien antimemorias, porque el autobiografiado selecciona cuidadosamente olvidos o magnifica anécdotas para llegar a un producto que le autosatisfaga.
En realidad, el escribir tiene muchas similitudes con un proceso terapéutico. Ambos conducen a un paulatino desvelamiento del ser y confluyen en un aumento de libertad interior al liberar recuerdos y sentimientos, sueños y fantasías, actitudes y propuestas, que confluyen en el gran río de lo expresado, del diálogo con el Otro. Y en este diálogo es esencial lo no dicho, los silencios entre líneas, el ritmo y la cadencia, hasta que se configura una nueva creación más completa y más coherente.
En el fondo, escribir es traducir. Traducir las propias experiencias, traducir la elaboración personal que hacemos de todo lo que hemos leído, traducir nuestra visión de las cosas y del mundo... Pero, sobre todo, traducir del pensamiento universal, de los arquetipos que flotan en el inconsciente colectivo y de ese lugar transpersonal en el que se haya el depósito de todo lo conocido y lo por conocer, abriéndose como canal en lo que llamamos inspiración y que los griegos personificaron en las nueve Musas. En estos casos, la escritura fluye siguiendo su propio curso y termina de formas insospechadas. Me acaba de ocurrir. Yo soy sólo a medias el autor de estas líneas. Pero las asumo y me responsabilizo de cada una de sus puntos y comas, aunque tengan por destino desaparecer en la arena de la soledad, en la que cada lector hace su propia creación.

Alfonso Colodrón

 



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