La escucha en tiempos de ruido


Viernes de madrugada. Escucho los primeros acordes del "Réquiem" de Mozart, mientras caen las últimas hojas de otoño y amaina el rumor del tráfico lejano. Guardan los pájaros silencio. Faltan todavía unas horas para que inicien sus cantos matutinos, que serán pronto acallados por el estruendo de conductores apresurados, obras que se eternizan, radios que repiten la misma noticia. Pero eso será después. Mis pensamientos se agitan al adelantarse. La mente se alimenta del ruido que éstos fabrican... Vuelvo a la música, a los latidos de mi corazón, a la casi inaudible respiración bajo el clic clac del teclado del ordenador...
Vuelvo al silencio, terreno fértil de toda escucha; silencio interior que se alimenta de atención al presente. Caigo en la cuenta de que, ante el barullo externo, vamos cerrando poco a poco uno de los sentidos que nos pone en comunicación con el mundo: el oído. Por ello, oímos cada vez más como quien oye llover: el vuelo de los aviones, las sirenas de las ambulancias, la televisión de los vecinos, los rumores en el puesto de trabajo, las quejas de quienes nos rodean o el dolor del mundo. En este proceso, corremos el riesgo de volvernos parcialmente sordos, pues oímos selectivamente y a medias, como oímos la música ambiente en unos grandes almacenes o el anuncio de la próxima parada del metro.
Sin embargo, escuchar es otra cosa. Escuchar un concierto es escuchar el silencio entre sus notas. Conmoverse con los sentimientos que evocan. Subir y bajar al ritmo de sus "allegro" y adagios. Abrir el corazón y todas las células para dejarse atravesar por la vibración que sostiene cada acorde. En definitiva, estar presente al instante. Y lo mismo ocurre con las palabras.
Hace veinte años que dejé de fumar. Y no lo hice principalmente por motivos de salud. Fue en una fase de mi vida en que las miradas me llegaban al alma y las palabras me calaban los huesos. Unos momentos sagrados en que pude tocar el espacio misterioso que nos une a todos los seres, más allá de nuestra piel y de nuestra biografía, de nuestro género y de nuestra cultura, de nuestra clase social o de nuestra edad. Fueron varias semanas de comunión con quienes me encontraba en el camino. Ocurrió en Nueva Zelanda, nuestras antípodas, pero podía haber ocurrido en la calle en que vivo o en la ciudad que me vio nacer.
El humo del tabaco parecía interponerse entre mí y mis interlocutores; los gestos falseaban la comunicación. Sentí con todo mi ser que el cigarrillo, el puro o la pipa funcionaban como una barrera corporal y psicológica. Si inhalaba humo, no respiraba plenamente las palabras pronunciadas. Si lo exhalaba, toda la energía no estaba en lo que decía. Caí en la cuenta de que un cigarrillo, un vaso de vino o una taza de café funcionaban como pretexto para comunicar, pero que la verdadera comunicación no necesitaba pretexto alguno.
La auténtica comunicación surge simplemente de la necesidad de transmitir, recibir, intercambiar. Pero, si no estamos atentos a nosotros mismos, si no nos escuchamos previamente, ¿qué podremos comunicar? Si no sabemos escuchar nuestros deseos, nuestras necesidades y nuestros sueños-, ¿cómo podremos escuchar el fondo de los deseos, necesidades y sueños de quienes tenemos al lado?
Ponerse a la escucha de uno supone atravesar el miedo al vacío, a la soledad, a los monstruos imaginarios o reales que pugnan por expresarse. Pero detrás de todo vacío, existe una planicie fértil capaz de acoger cualquier semilla. Tras las primeras soledades, existe un amplio espacio de libertad, en el que uno jamás vuelve a encontrarse solo. Detrás de cada fantasma temeroso, colérico, envidioso, egoísta..., sólo hay una máscara que oculta una niña o un niño necesitados, carentes, de inocencia herida. Si se es capaz de atravesar estos desiertos y descubrir los oasis que éstos contienen es más fácil ponerse a la escucha del otro.
Escuchar a alguien es fundamentalmente un acto de entrega; y esta entrega implica un continuo despojamiento de creencias y prejuicios, de razones y consejos, de estrategias y manipulaciones. Como tierra esponjosa, puede absorberse entonces palabras y gestos, sensaciones y sentimientos que, tal vez, puedan transformarse en tomas de conciencia simples, obvias y sanadoras. Para escuchar hay que bajar las defensas, quitarse la armadura, volverse transparente. Abriendo todos los sentidos, es posible escuchar hasta con los ojos, empaparse del otro sin fundirse ni perderse. Todo un arte, en estos tiempos de ruido y furia, de lluvias torrenciales e inundaciones. Cuando el agua encuentra asfalto, barreras, presas, no puede penetrar la tierra. Eso parece pasar hoy día con las palabras y los sentimientos. Nos hemos vuelto demasiado impermeables y muchas personas se sienten incomunicadas en el seno de su propia pareja, de su familia, su trabajo, sus amigos.
La comunicación se vuelve superficial cuando no hay nadie al otro lado, porque todo el mundo tiene un teléfono móvil pegado a la oreja, o una pantalla de televisión o de ordenador frente a los ojos. Quien no lo tiene materialmente, parece tenerlo simbólicamente: se está demasiado ocupado en las propias preocupaciones, proyectos, griterío mental...
Pero la escucha también requiere discernimiento. Es legítimo no escucharlo todo. Hay programas de televisión que vacían el alma de pura estulticia. Noticias que contaminan por su manipulación oculta o por su falta de reflexión. In-formar es formar por dentro. No simplemente vender espectáculo. En estos casos, mejor cambiar de canal o de emisora, o simplemente apagar el televisor o la radio.
Más difícil parece apagar la radio del que critica constantemente a los demás, se queja continuamente de las mismas cosas sin poner remedio o nos distrae con superficialidades que ocultan simplemente su miedo al silencio. Todo ello es contaminante y tenemos el legítimo derecho de decir, con diplomacia y cariño, que nuestra ventanilla de admisión de quejas se ha cerrado o que sería más fructífero decir directamente a la persona ausente lo que nos están intentando colar por los resquicios de la falta de atención.
Cuando perdemos la atención, podemos volver a ella con simples trucos. Cada vez que suene el teléfono, hacer una inspiración y una expiración profundas antes de responder. Cada vez que suenen las campanadas del reloj o de la iglesia, detener toda actividad unos segundos. O cada vez que pase un avión o que oigamos cantar un pájaro... No importa la técnica, sino el propósito de hacer altos a lo largo del día, para tener un recuerdo de sí. Y desde él, volver a lo que estábamos haciendo, pero desde otro punto de conciencia. La simplicidad y sutileza de estos "trucos" pueden convertirlos en toda una vía espiritual y de desarrollo personal. Y, entre tanto, en una preparación para la verdadera escucha, en estos tiempos tan necesitados de ella.

Alfonso Colodrón



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