DE LAS BAYAS A LA COMIDA RAPIDA:

LA CULTURA DEL COMER

Alfonso Colodrón

Al principio eran las bayas y las raíces. Tal vez algunas alimañas. Todo crudo. Comer era fundamentalmente sobrevivir. Cuando apareció el fuego, tal vez por el azar afortunado de un rayo caído en el lugar y momento oportunos, empezó la historia del cocer y del asar. Y así, por una lenta evolución del paladar, pasamos de la carne chamuscada en la hoguera primitiva a la parrillada dominguera. ¿Cuál fue la verdadera revolución? Liberar la enorme cantidad de tiempo que necesitaban los homínidos para digerir tanta "crudeza", y emplearlo en otros menesteres. Comenzaba la Historia.

¿Quién fue el primero que....?

  Pocas veces recordamos que gran parte de la historia de la humanidad ha girado alrededor de los alimentos. Se domesticaron animales para evitar tener que salir cada día de caza. Al inventarse la agricultura nos hicimos sedentarios y se iniciaron las guerras con el objeto de conquistar tierras para cultivar. Grandes periplos marítimos tuvieron por finalidad la búsqueda de especias. La adaptación de plantas comestibles y árboles frutales de uno a otro Continente evitaron hambrunas y cambiaron los hábitos alimentarios de millones de personas.

Algún historiador intuitivo ha llegado a afirmar que la conquista del mundo por parte de unos millares de europeos supuso, sobre todo, el triunfo de la civilización de la carne vacuna sobre la de ave y de perro; la victoria del trigo sobre el arroz y el maíz. Y yo añadiría, la extensión por doquier de la patata, sin distinción de razas ni clases sociales.

  Lo cierto es que las conquistas que más duran son las pacíficas. El irresistible pan blanco lo expandió el Imperio romano, que lo había asimilado de la Grecia recién conquistada. La pasta, inventada por los árabes, pasó a ser apreciada por israelíes, griegos, sicilianos, y catalanes...

Los espaguetis, importados a los EEUU por los italianos, se han extendido tras décadas de resistencia. ¿Quién iba a predecir que una comida considerada al principio como malsana y subdesarrollada iba a ser adoptada como menú por las compañías aéreas y que los astronautas los coman envasados como parte de su dieta? ¡Viva la fuerza de la cultura culinaria mediterránea!

Con el tiempo se olvidan los orígenes, como si fuera el sino de toda conquista pacífica. No hace mucho, una niña estadounidense, cuya madre había invitado a comer una pizza hecha en casa al escritor italiano Vittorio Zucconi, le preguntó inocentemente a éste si en Italia comían pizza y que cómo se llamaba en italiano. En su descargo, podríamos preguntarnos que cuántos napolitanos recuerdan que el tomate vino de América, cuando se sientan ante un plato de pasta con salsa de tomate.

La evolución del comer -del buen y del mal yantar- va cada vez más rápida. Antes de que pudiéramos darnos cuenta, ya estábamos en los congelados, los microondas, las comidas precocinadas y casi predigeridas, los colorantes, los conservantes y, como contrapunto, los sofisticados menús de los grandes restaurantes.

La sofisticación de la abundancia

Como afirma la gastrónoma y escritora Simone Ortega, toda receta es una especie de metáfora que transforma una cosa en otra: el trigo en pan, la leche en queso, el pez en pescado a la sal. Guisar es un acto cultural y hoy día proliferan los libros de cocina y la sección dedicada a gastronomía de muchas revistas y suplementos dominicales. Las cartas de los restaurantes se convierten en novedades literarias y son éxitos comerciales películas que giran alrededor de la comida. ¿A quién no se le activaron las glándulas salivares viendo "Beber, comer, amar" o "Como agua para el chocolate", dos excelentes films que nos recuerdan la importancia del cocinar con cariño y de comer como un rito y en buena compañía?

La cultura culinaria es uno de los rasgos que caracteriza a los países, las regiones y los pueblos. Podría afirmarse que incluso cada familia posee su propia cultura del cocinar. Ésta produce a veces apasionados rechazos de lo ajeno. Así, el francés se escandalizará de que cuezan las ostras en un restaurante británico y los ingleses reprocharán a los franceses que puedan comer ancas de rana o caracoles a la bourguiñone. En Europa, parece una barbaridad comer bocadillos de hormigas mexicanas, pero los gourmets comen queso francés con gusanos vivos. Todo es cuestión de costumbre.

  Cuando salimos a otros países o nos paseamos por restaurantes no nacionales incorporamos parte de la cultura universal cuando somos capaces de saborear un buen cuscús magrebí, un plato surtido de sushi japonés o un buen pollo al curry indio. En las islas polinésicas de Tonga, la carne de murciélago es un privilegio real; sin embargo yo la he comido, rociada de vino de Burdeos, en un distinguido restaurant francés de las antiguas Nuevas Hébridas. Sabía a estupendo guisado de gallo. Si no me lo hubieran dicho, hubiera creído que había comido un excelente coq au vin.

"Lo que no mata engorda", solía decirse antes de que la minoría próspera del Planeta empezara a preocuparse por guardar la línea. Eran épocas en las que no podía hacerse asco a cualquier cosa que volara, caminara o nadara. No queda muy atrás la época en la que en los pueblos en los que se comía de una misma fuente, cuando alguien tenía que salir para atender a un animal, plantaba un pedazo de pan en medio de la comida colectiva diciendo "¡mojón!"; nadie podía comer entonces hasta que regresaba. Era la manera de no quedarse sin comer en épocas de escasez.

   Hace muchos años que estos tiempos han desaparecido en algunos lugares del planeta para instalarse insidiosamente en otros. Mientras una parte de la humanidad muere literalmente de hambre, a otra sólo le preocupa no engordar. Busca ansiosamente leche desnatada, pan sin gluten, alimentos dietéticos bajos en calorías... Huyen de las enfermedades de Occidente ligadas al exceso de alimentación y a las malas dietas: colesterol, bulimia, diabetes, hipertensión arterial, úlceras y cánceres de estómago... ¿Habrá que dar razón al viejo proverbio húngaro que afirma rotundamente "si está rico, tiene que hacer daño?".

De lo que se come se cría

  Siempre se ha dicho que se es un poco lo que se come. Tradicionalmente los carniceros y charcuteros eran orondos y rotundos pues comían lo que vendían. Hoy ¡los hay vegetarianos! por hartazgo y nadie parece percatarse de ello. Los taberneros típicos tenían la nariz roja de beber tintorro con sus clientes. Muchos se han pasado al agua mineral sin gas. ¿Será el inevitable tributo que hay que pagar por vivir en la modernidad?

Pero todo esto es muy reciente. Baste recordar que hasta hace menos de un siglo cada francés comía de media un kilo de pan al día y todo lo demás era acompañamiento de este alimento base: queso tocino, salchichón, cebollas, chocolate... La sopa de la cena se hacía a base de pan con verduras. Tal vez por ello, en la cultura occidental nos enseñaron que "era pecado" tirar las sobras de pan, lo mismo que en muchos países orientales no se puede dejar ni un grano de arroz en el plato. Y es que detrás de cada cultura ha habido siempre uno o varios alimentos sagrados: el vino y el cereal lo han sido en la cultura mediterránea, el arroz en la tradición oriental, el maíz en las culturas precolombinas o el mijo en gran parte de los países africanos.

Si lo pensamos bien, hay siempre una cierta mística detrás del acto de comer. Cuando masticamos empezamos a convertir algo ajeno en nuestra propia sustancia, lo mismo que incorporamos a la sangre el oxígeno que respiramos. ¿Qué mayor comunión con toda la vida que tomar conciencia de lo que comemos para alimentarnos? Reflexionar sobre lo que se come y cómo se come puede enseñarnos muchas cosas sobre nosotros mismos. Dime lo que comes y te diré quién eres.

Un largo aprendizaje

A comer se aprende. Lo mismo que se cultiva el oído para la música, se cultiva el paladar para saborear un buen guiso o degustar un buen vino. Como afirma la psicóloga Matty Chiva, en este terreno, como en otros muchos, lo aprendido gana siempre a lo que está gravado en el organismo.

En el gusto por un plato interviene, además del paladar, el olfato, la vista, el tacto... y todo ello se va conformando a lo largo de la infancia, la adolescencia y las aperturas que haga el adulto a lo que le es inhabitual. Un europeo puede encontrar demasiado dulce los pastelillos de griegos y turcos, y éstos calificarán de insípida la bollería francesa. En México o la India es simplemente sabroso lo que otras culturas encuentran insoportablemente picante. Acostumbrarse a otros sabores no significa perder la identidad cultural, sino ampliarla.

Con el tiempo, aprendemos no sólo a saber lo que nos es dañino, sino también a aportar a nuestro organismo todo lo que necesita para su buen mantenimiento y desarrollo. La mejor dieta la crea el instinto y la experiencia. Si somos gastronómicamente sabios, podemos llegar a practicar el antiguo consejo de Hipócrates: "Que tus alimentos sean tu medicina". Las personas que comen sanamente rara vez acuden al médico. Algunos amigos se han curado de dolencias crónicas con dietas a base de perejil y zumo de frutas.

Hoy día, los alimentos pierden valor nutritivo por su forma acelerada de ser producidos. Se engorda a los animales artificialmente y la carne ya no es lo que era. Las lechugas tienen exceso de fertilizantes, a las cebollas les falta el magnesio de antaño y muchas manzanas saben a insecticida. ¿La solución? Los productos naturales, llamados "biológicos", todavía un poco caros para quien no los cultiva personalmente, pero que, curiosamente, empezarán a abaratarse cuando aumente la demanda.

Carnívoros y vegetarianos

La carne ha sido desde la época en que éramos cazadores uno de los bienes más preciados. No sólo constituía un aporte relativamente fácil de proteínas, sino que alrededor de su consumo y reparto se crearon ritos, culturas y civilizaciones. En la Grecia clásica, por ejemplo, participar en la distribución de la carne suponía integrarse en el orden de la ciudad. Uno de los primeros grupos de vegetarianos conocidos fue el de los pitagóricos, que expresaron así su rebelión frente al orden establecido.

Los vegetaria­nos de hoy día manifiestan su rechazo al actual orden económico mundial, demostrando con cifras en la mano que las tierras dedicadas a pastos producirían diez veces más de proteínas si se dedicasen al cultivo de verduras y de legumbres

Otro orden de razones religiosas, sin embargo, es lo que produjo a lo largo de la historia la mayoría de las prohibiciones alimentarias en torno a la carne: de cerdo (judíos y musulmanes), de vaca (hindúes) o de cualquier tipo en ciertos periodos del año (la cuaresma cristiana). En todos estos tabúes, la carne ha tenido siempre un tufillo de tentación, pecado o mal absoluto.

Cuando la prosperidad dejó de ser pecaminosa, el consumo de carne se consideró uno de los índices de desarrollo de un país y de estatus social de una familia. Hoy día, no obstante, se tiende a dietas equilibradas y muchos occidentales pudientes ya no la ingieren a diario. En todo caso, se consume envasada y empaquetada al vacío. No se quiere recordar el animal de donde procede, escuchar su dolor, ver la sangre... Por ello, los mataderos se alejan cada vez más del centro de la ciudad. Probablemente comer carne nos recuerde demasiado nuestra propia animalidad: hay que disfrazarla, adornarla, enmascararla con salsas y complementos. Nada hay más lejos de una vaca que una hamburguesa emparedada entre pan de bollería y recubierta de mostaza o salsa de ketchup.

  Tal vez parte de la población mundial se vaya haciendo cada vez más vegetariana: unos por indigencia y otros por sucesivas tomas de conciencia. La afición de muchos niños occidentales por toda clase de golosinas de "goma" dulce en forma de diplodocus, osos panda, serpientes, ranas, ratones o conejos podría ser una especie de sustitución inconsciente y simbólica del carnivorismo obligado de sus antepasados.

La política de la comida

   La comida puede también puede ser utilizada como símbolo y como arma. En algunas prósperas ciudades chinas, la juventud inconformista come hamburguesas Macdonalds como acto de rebeldía. Es una forma light de la clásica huelga de hambre que se emprende para llamar la atención sobre algún problema social.

Pero el hambre, desgraciadamente no es casi nunca voluntaria. En todos los tiempos se ha utilizado como estrategia política. En pleno siglo XX, los habitantes de Sarajevo se vieron obligados a volver a comer hierbas, raíces y cualquier cosa masticable. Atroz recordatorio, a las puertas del siglo XXI, de todas las hambrunas producidas por las guerras, de todos los sitiados de la Historia: desde el cerco de Numancia y Sagunto a los modernos embargos comerciales de Irak o Cuba, que sufren fundamentalmente sus habitantes, más que sus gobiernos.

En estos casos se aguza el ingenio y se vuelve a comer lo desechado hace años: el tusílago, el diente de león, el serbal, la malva común y la siempreviva mayor. Y no sólo en ensalada, sino en engañosos preparados para recordar comidas más sustanciosas. Se hace sopa de ortigas (que, por cierto, son muy ricas en hierro), picadillo de piel de plátano o bistec de piel de toronja. Suelen ser recetas sacadas del baúl de los recuerdos o de algún viejo cuaderno polvoriento rescatado del desván de las abuelas.

¿Mujeres en la cocina?

  Pero es relativamente reciente en la Historia el que la mujer se ocupe de la cocina. El cazador paleolítico tenía el honor de cocer la carne. Los grandes chefs fueron siempre hombres en cortes reales e imperiales tan distantes como la marroquí, la francesa o la china. Esto no lo han cambiado ni la revolución cultural en China, ni el feminismo en Francia o la occidentalización en Marruecos. Siguen siendo mayoritariamente los hombres quienes dirigen las grandes cocinas de los restaurantes de fama internacional.

Pero, por otra parte, en muchas culturas de todo el Planeta, las recetas tradicionales se transmitían de madre a hija y los manjares más añorados fueron siempre los platos caseros. Han sido las dos vías complementarias de transmisión de la sabiduría culinaria: la familiar y la de las grandes escuelas, provenientes de las cortes reales.

La cocina fue durante mucho tiempo lo que unía a las familias. Un plato humeante de sopa caliente y unas buenas castañas asadas en las ascuas de la chimenea eran un buen pretexto para compartir las andanzas del día. Después fue la radio; luego la televisión; ahora, ni ésta logra congregar miembros de distintas generaciones en un acto de comunicación. Habrá que reinventarlo todo. Volver a la comida campestre y a la larga sobremesa estival.

Las cocinas de los pisos actuales pierden cada vez más espacio. Son cubículos diseñados para hacerlo todo rápido y de pie. Parece que los constructores nos incitan a recalentar platos preparados y a engullirlos a toda velocidad. No es de extrañar que se ponga de moda invitar a la familia o a los amigos al restaurante: ya no se tiene tiempo, ganas o sabiduría para cocinar los platos de siempre. Los restaurantes con menús baratos ocupan a diario el lugar de la antigua cocina, y las escuelas de hostelería toman el relevo de la sabiduría culinaria familiar.

Pero, como dice la antropóloga marroquí Fatima Hal, dentro de poco, la cocina se convertirá en un elemento de la civilización del ocio que se practicará por placer, en horas perdidas, o un arte que se enseñará en las escuelas de cocina y que, como la música o la pintura, será un objeto de pasión.

Mientras, comer continuará siendo un acto social. En él se saldan cuentas pendientes, se hacen negocios, se toman decisiones políticas y se mantienen las buenas relaciones familiares. Pero, sobre todo, comer en buena compañía es dar y recibir lo mejor de uno y, en definitiva, satisfacer una necesidad que todos tenemos en común, convirtiéndola en un placer compartido.

El negocio de comer

La industria de la alimentación mueve un billón y medio de dólares al año en todo el mundo. Las multinacionales luchan por el control de semillas, productos y mercados. Sólo en Europa, hace una década que ocho empresas controlan el 70% del mercado. Algunas, como Unilever o Nestlé, tienen un volumen de ventas superior al PNB (Producto Nacional Bruto) de países como Argelia o Irlanda. Son especies de miniestados dentro del panorama internacional. Tal vez contribuyan a la internacionalización del género humano, a precio de que dentro de poco todo el mundo coma y beba lo mismo.

En Japón, donde cada día parece haber más dinero y menos tiempo para disfrutarlo, su industria lanza al año 50.000 nuevos productos de alimentación. Muchos de ellos son comidas rápidas, cada vez más minúsculas, pero, ¡eso sí!, cada vez más refinadas en cuanto al número y combinación de calorías y vitaminas. Continuamente se investigan nuevos sabores para estas comidas sintéticas. Vitamin salad, por ejemplo, es una especie de galleta hecha con polvo de maíz, col, zanahoria, espinaca y calabaza. Al mes de lanzarse, se agotó la producción, y eso que cadenas de supermercados como la Seiyu vende 100 comestibles nuevos ¡al mes!.

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